18 DE FEBRERO DE 2011.
CATEDRATICO: PROFR. RAMON FERNANDO VELAZQUEZ MARTINEZ.
ASIGNATURA: ESPAÑOL III.
TERCEROS GRADOS.
LAS MIL Y UNA NOCHES.
El mendigo ciego que había jurado no recibir ni una limosna que no estuviera acompañada por una bofetada, refirió al califa su historia:
Comendador de los creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compre ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de nuestro dilatados imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastara los camellos; los vigilaba sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llego un derviche que iba a pie a Bossorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos no se notaria mengua en el. Arrebatar de gozo me arroje al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contesto:
-hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la finesa que esperas de mi. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te hare una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedaras con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima; veía como un quebranto la perdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embrago, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que solo un camello podía pasar de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronuncio palabras incomprensible, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos y lo primero que se ofreció a mi vista fueron unos montones de oro sobre los que se arrojo mi codicia como el águila a sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.
El derviche hizo otro tanto; note que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche antes de cerrar la montaña, saco de una jarra de plata una cajita de madera de sangalo que, según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardo en el seno.
Salimos; la montaña se cerro, nos repartimos los ochenta camellos; valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la finesa que me había hecho ; nos abrazamos con suma alborozo y cada cual tomo su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas – pensé-; conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gratando para que se detuviera el derviche. Lo alcance.
-hermano-le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, solo experto en la oración y la devoción, y no que podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solo con treinta; aun así te veras en apuros para gobernarlos.
-tienes razón-me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomode, llévatelos y que dios te guarde.
UN ARTISTA DEL TRAPECIO.
Un artista del trapecio –como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera –primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades –por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades especiales con el resto del mundo. Solo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del pueblo se desviaba hacia él.
Pero los directores se perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía haci por capricho y que solo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se habría las ventanas laterales que corrian alrededor de la cúpula y el sol y el aire interrumpían el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente.
Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turne, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyando uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros se reparaban la techumbre cambiaban con el algunas palabras por una de las claraboyas o electricistas que comprobaban las conducciones de luz en la galería más alta, les gritaba algunas palabras respetuosas, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente alas horas de las siente por el circo vacio, elevaba su mirada ala casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o ejercitaba en su acto saber que era observado. Así hubiera podido vivir tranquilo en artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar que les molestaba en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente.
El trapecista salía para la estación en el automóvil de carreteras que corría, ala madrugada, por las calles desérticas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba arriba, en la redecilla de los equipajes, una situación mezquina –pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio del destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían serrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en el que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo su trapecio.
A pesar de todas estas precauciones, los viajes perduraban gravemente los nervios del trapecista de modo que por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaba penoso.
Una vez que viajaba, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio de apostrofo suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en los sucesivo necesitaba para vivir no un trapecio, como hasta entonces, si no dos, dos trapecios uno frente a otro.
El empresario accedió enseguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que su aceptación del empresario no tenía más importancia que su opción añadido que nunca más, ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre el trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declarado nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos ejercicios serian más variados y vistosos.
Pero el artista se echo a llorar de pronto.
El empresario, profundamente conmovido, se levanto de un salto y le pregunto qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, le acaricio el brazo y le estrecho su rostro contra el suyo, hasta sentir las lagrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamo, sollozando:
-solo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalase el segundo trapecio, y se provochó haci mismo durante la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella misión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volver a su rincón.
En cambio, el no estaba tranquilo; con grave su ocupación espiaba, aun hurtadillas, por encima del libro, al trapecista, si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podría ya cesar por completo? ¿No seguiría aumentado día por día? ¿No amenazaría su existencia?
Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño aparentemente tranquilo, en que había terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la liza frente infantil del artista del trapecio.
INDICACIONES: DESPUES DE LEER LOS CUENTOS, COPIA EN TU CUADERNO LAS SIGUIENTES PREGUNTAS Y CONTESTA LO QUE SE TE PIDE.
1.- ¿Qué condiciones humanas se manifiesta en la historia de Abdulá?
2.- ¿crees que lo que se narra en el texto un artista del trapecio, sea absurdo? ¿Por qué?
3.- ¿Por qué se dice que el ser humano perdió algo de su naturaleza o se volvió extraño al mundo cuando empezó a necesitar tantos aparatos para vivir?
4.- ¿será posible que al ser humano nunca podrá conformarse con lo que tiene siempre quiera más y más?
5.- ¿será la ambición un vicio incontrolable como todos los vicios?
6.- ¿para qué nos sirve entonces la inteligencia?
7.- ¿para qué nos sirve la razón?
8.- explica que entiendes por la siguiente expresión “EL HOMBRE ES UN ANIMAL CON FACULTADES MENTALES”.
El mendigo ciego que había jurado no recibir ni una limosna que no estuviera acompañada por una bofetada, refirió al califa su historia:
Comendador de los creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compre ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de nuestro dilatados imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastara los camellos; los vigilaba sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llego un derviche que iba a pie a Bossorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos no se notaria mengua en el. Arrebatar de gozo me arroje al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contesto:
-hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la finesa que esperas de mi. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te hare una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedaras con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima; veía como un quebranto la perdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embrago, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que solo un camello podía pasar de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronuncio palabras incomprensible, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos y lo primero que se ofreció a mi vista fueron unos montones de oro sobre los que se arrojo mi codicia como el águila a sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.
El derviche hizo otro tanto; note que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche antes de cerrar la montaña, saco de una jarra de plata una cajita de madera de sangalo que, según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardo en el seno.
Salimos; la montaña se cerro, nos repartimos los ochenta camellos; valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la finesa que me había hecho ; nos abrazamos con suma alborozo y cada cual tomo su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas – pensé-; conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gratando para que se detuviera el derviche. Lo alcance.
-hermano-le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, solo experto en la oración y la devoción, y no que podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solo con treinta; aun así te veras en apuros para gobernarlos.
-tienes razón-me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomode, llévatelos y que dios te guarde.
UN ARTISTA DEL TRAPECIO.
Un artista del trapecio –como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera –primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades –por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades especiales con el resto del mundo. Solo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del pueblo se desviaba hacia él.
Pero los directores se perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía haci por capricho y que solo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se habría las ventanas laterales que corrian alrededor de la cúpula y el sol y el aire interrumpían el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente.
Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turne, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyando uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros se reparaban la techumbre cambiaban con el algunas palabras por una de las claraboyas o electricistas que comprobaban las conducciones de luz en la galería más alta, les gritaba algunas palabras respetuosas, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente alas horas de las siente por el circo vacio, elevaba su mirada ala casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o ejercitaba en su acto saber que era observado. Así hubiera podido vivir tranquilo en artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar que les molestaba en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente.
El trapecista salía para la estación en el automóvil de carreteras que corría, ala madrugada, por las calles desérticas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba arriba, en la redecilla de los equipajes, una situación mezquina –pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio del destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían serrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en el que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo su trapecio.
A pesar de todas estas precauciones, los viajes perduraban gravemente los nervios del trapecista de modo que por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaba penoso.
Una vez que viajaba, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio de apostrofo suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en los sucesivo necesitaba para vivir no un trapecio, como hasta entonces, si no dos, dos trapecios uno frente a otro.
El empresario accedió enseguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que su aceptación del empresario no tenía más importancia que su opción añadido que nunca más, ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre el trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declarado nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos ejercicios serian más variados y vistosos.
Pero el artista se echo a llorar de pronto.
El empresario, profundamente conmovido, se levanto de un salto y le pregunto qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, le acaricio el brazo y le estrecho su rostro contra el suyo, hasta sentir las lagrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamo, sollozando:
-solo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalase el segundo trapecio, y se provochó haci mismo durante la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella misión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volver a su rincón.
En cambio, el no estaba tranquilo; con grave su ocupación espiaba, aun hurtadillas, por encima del libro, al trapecista, si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle, ¿podría ya cesar por completo? ¿No seguiría aumentado día por día? ¿No amenazaría su existencia?
Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño aparentemente tranquilo, en que había terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la liza frente infantil del artista del trapecio.
INDICACIONES: DESPUES DE LEER LOS CUENTOS, COPIA EN TU CUADERNO LAS SIGUIENTES PREGUNTAS Y CONTESTA LO QUE SE TE PIDE.
1.- ¿Qué condiciones humanas se manifiesta en la historia de Abdulá?
2.- ¿crees que lo que se narra en el texto un artista del trapecio, sea absurdo? ¿Por qué?
3.- ¿Por qué se dice que el ser humano perdió algo de su naturaleza o se volvió extraño al mundo cuando empezó a necesitar tantos aparatos para vivir?
4.- ¿será posible que al ser humano nunca podrá conformarse con lo que tiene siempre quiera más y más?
5.- ¿será la ambición un vicio incontrolable como todos los vicios?
6.- ¿para qué nos sirve entonces la inteligencia?
7.- ¿para qué nos sirve la razón?
8.- explica que entiendes por la siguiente expresión “EL HOMBRE ES UN ANIMAL CON FACULTADES MENTALES”.
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