VIERNES 28 DE ENERO DE 2011
CATEDRATICO: PROFR. RAMON FERNANDO VELAZQUEZ MARTINEZ.
ASIGNATURA: ESPAÑOL.
MI TÍO FRED
Mi tío Fred es la única persona que me hace soportable el recuerdo de los años que siguieron a 1945. Volvió de la guerra una tarde de verano, vestido modestamente, trayendo por toda fortuna una lata colgada en el cuello con una cuerda y el peso insignificante de algunas colillas que guardaba cuidadosamente en una cajita. Abrazó a mi madre, nos besó a mi hermana y a mí, murmuró las palabras “pan, sueño, tabaco” y se acurrucó en nuestro sofá. Le recuerdo como un hombre mucho más largo que el sofá familiar, circunstancia ésta que le obligaba a encoger las piernas o a, sencillamente, dejarlas colgar. Ambas posibilidades le daban ocasión de soltar improperios sobre la estirpe de nuestros abuelos, a la que debíamos la adquisición de aquel valioso mueble. ÉL calificaba aquella proba generación de regañona y pícnica, despreciaba su gusto a causa de aquel color de rosa agrio de la tela con que estaba tapizado el sofá, pero ello no le impedía en absoluto echarse en él largas siestas. Yo, por mi parte, ejercía entonces una función ingrata en nuestra intachable familia: tenía a la sazón catorce años y era el único eslabón que unía con aquella memorable institución que llamábamos mercado negro. Mi padre había muerto en la guerra, mi madre cobraba una insignificante pensión, así que mi tarea consistía en vender casi cada día pequeñas partes del patrimonio que habíamos podido salvar o cambiarlas por pan, carbón y tabaco. El carbón era por aquel entonces ocasión de considerables infracciones del concepto de propiedad que hoy calificaríamos severamente de robos. Iba, pues, casi todos los días, a robar o vender, y mi madre, que se daba perfecta cuenta de la necesidad de tan indigno proceder, me miraba cada mañana con lagrimas en los ojos cuando salía a cumplir mis complejas gestiones. Mi misión consistía en convertir una almohada en pan, una taza de porcelana en sémola o tres tomos de Gustav Freytag en cincuenta gramos de café, labor que realizaba con espíritu deportivo, aunque no sin cierta amargura y su poco miedo. Porque los conceptos de valor, así lo llamaba entonces la gente mayor, se habían desplazado considerablemente, y de vez en cuando, sin justificación alguna, concebía la sospecha de que reinaba cierta falta de honradez, ya que el valor que los demás daban a los objetos de cambio no se correspondía en absoluto con el de mi madre. Amarga tarea aquella de servir de intermediario entre dos mundos de valores que luego parecieron irse equilibrando. La llegada de tío Fred despertó en todos nosotros la esperanza de una enérgica ayuda masculina. Pero en seguida nos defraudó. Ya desde el primer día, su apetito me llenó de inquietud, y cuando sin rodeos se la comuniqué a mi madre, ella me pidió que, de momento, “le dejara recuperarse”. Transcurrieron casi ocho semanas antes de que se recuperara. Pese a los improperios por la insuficiencia del sofá, dormía allí la mar de bien, y se pasaba el día dormitando o explicándonos con voz lastimera, cuál era su posición preferida para dormir. Creo que la que entonces prefería era la de un corredor al empezar la carrera. Le gustaba, después de comer, echarse boca arriba con las piernas encogidas, comerse poco a poco un gran pedazo de pan, luego liar un cigarrillo y esperar, durmiendo la siesta, la hora de la cena. Era muy alto y pálido y tenía en la barbilla una cicatriz en forma de corona que daba a su rostro el aspecto de una figura de mármol con un martillazo. Aunque seguían preocupándome su apetito y su sueño, me resultaba simpático. Era el único con el que podía, sin pelearme, exponer teorías sobre el mercado negro. Por lo visto estaba informado del desacuerdo existente entre los dos mundos de valores. Nunca cedió a nuestra insistencia para hacerle hablar de la guerra; aseguraba que no valía la pena. Se limitaba a informarnos, de vez en cuando, del día de su reclutamiento, que por lo visto consistió en parte en que un hombre uniformado ordenara con voz estentórea a tío Fred orinar en un tubo de ensaye, exigencia a la que él no pudo obedecer inmediatamente, lo cual fue causa de que su carrera militar diera comienzo bajo un signo desfavorable. Mi Tío aseguraba que el vivo interés del Reich por su orina le había llenado de desconfianza; y aquella desconfianza le fue en gran parte confirmada por los seis años de guerra. Él era contable, y cuando se hubo pasado las cuatro primeras semanas tendido en nuestro sofá, mi madre le insinuó con fraternal cariño que investigara qué se había hecho de la casa en que trabajaba. Mi tío me traspasó cuidadosamente el encargo, pero todo cuanto pude averiguar fue un montón de ruinas de casi ocho metros de altura que encontré en un barrio destruido, tras una hora de penosa peregrinación. Tío Fred se quedó muy tranquilo al enterarse el resultado de mi gestión. Se echó hacia atrás, lió un cigarrillo, miró a mi madre con aire de triunfo y le pidió que sacara lo que conservaba de él. En un rincón de nuestro dormitorio había una caja cuidadosamente clavada y la abrimos con martillo y tenazas y gran expectación por nuestra parte. De ella salieron: veinte monedas de extensión mediana y calidad no menos mediana, un reloj de oro, polvoriento pero intactos, el diploma de la Cámara de Comercio y una libreta de la caja de ahorros por valor de mil doscientos marcos. La libreta de la caja de ahorros me fue entregada para retirara el dinero, y el resto para cambiarlo, incluido el diploma de la Cámara de Comercio, que por otra parte no encontró cliente, porque el nombre de Tío Fred estaba escrito con tinta china negra. De modo que nos vimos cuatro semanas libres de toda preocupación de pan, tabaco y carbón, circunstancia que encontré muy oportuna, ya que todas las escuelas volvían a abrir sus puertas y a mí se me exigía que completara mi formación. Ahora que ya hace tiempo que mi formación se considera completa, todavía guardo un buen recuerdo de las sopas que entonces nos daban, especialmente porque aquella comida suplementaria que ponía en la enseñanza una alegre nota, se obtenía prácticamente sin lucha. Pero el gran acontecimiento de aquella época fue que tío Fred, al cabo de más de ocho semanas de su agradable regreso, tomó una iniciativa. Una mañana de fines de verano, se levantó del sofá, se afeitó con tanto esmero que nos dejó asombrados, pidió ropa limpia, me dijo que le prestara mi bicicleta y desapareció. Su tardío regreso estuvo acompañado de gran ruido e intenso olor a vino; este último fluía de la boca de mi tío, pero el ruido procedía de media docena de cubos de cinc que había atado con una soga. Nuestro susto calmó un tanto cuando nos enteramos de que había decidido hacer revivir el comercio de flores en nuestra ciudad, seriamente derruida. Mi madre, que se había vuelto muy desconfiada ante el nuevo mundo de los valores, rechazó el proyecto y opinó que las flores no eran artículo de primera necesidad. Pero se equivocó. Una mañana memorable ayudamos a tío Fred a llevar los cubos recién llenos a la parada del tranvía, donde instaló su negocio. Todavía conservo en la memoria la visión de los tulipanes amarillos y rojos, de los claveles húmedos, y nunca olvidaré lo guapo que estaba en medio de las figuras grises y de los montones de derribos cuando se puso a gritar con voz sonora: “¡Flores, flores!”. No necesito decir nada de los progresos de su negocio: fueron rápidos como un meteoro. Al cabo de cuatro semanas ya era propietario de tres docenas de cubos de cinc y director de dos filiales; y un mes más tarde pagaba contribución. Toda la ciudad me parecía cambiada: en muchas esquinas aparecían puestos de flores, no daba abasto a la demanda; cada vez comprábamos más cubos de cinc, instalábamos más puestos, fabricábamos más carritos. Además, no sólo estábamos provistos de flores sino también de pan y carbón, y yo pude abandonar mi oficio de proveedor, cosa que contribuyó enormemente a mi fortalecimiento moral. Tío Fred ya hace tiempo que está establecido; sus filiales siguen florecientes, tiene coche y está previsto que yo lo herede. Me ha encargado que estudie economía para poder hacerme cargo de la parte tributaria del negocio ya antes de entrar en posesión de la herencia. Hoy, cuando veo a ese hombre corpulento sentado al volante de su coche esmaltado de rojo, me parece extraño que hubiera verdaderamente una época en mi vida en su apetito me tenía en vela noches enteras.
Autor: Heinrich Boll.
INSTRUCCIONES: COMENTA CON TUS COMPAÑEROS Y MAESTRO EL CUENTO QUE ACABAS DE LEER. ASIMISMO COPIA EN TU LIBRETA EL SIGUIENTE CUESTIONARIO Y RESPONDE LO QUE SE TE PIDE.
1.-¿COMO TE IMAGINAS LA VIDA DE UN NIÑO DURANTE LA GUERRA?
2.-¿QUE EMOCIONES DESPERTÓ EN TI ESTE CUENTO?
3.-¿COMPRENDES BIEN LO QUE ES EL MERCADO NEGRO?
4.-¿COMO ERA LA ALEMANIA DE ESA ÉPOCA?, ¿Y AHORA?, ¿COMO LA VES?
5.-¿PIENSAS QUE LAS FLORES NOS TRANSMITEN SENSACIONES?, ¿CUALES?
6.-¿POR QUE CREES QUE TUVO TANTO ÉXITO LA IDEA DEL TÍO?
7.-¿CUAL ES EL MENSAJE QUE TRANSMITIERON ESAS FLORES?
8.-PARA TI, ¿CUAL ES LA RAZÓN DEL ÉXITO DEL NEGOCIO?
9.-¿QUE REPRESENTAN LAS FLORES EN EL CUENTO?
10.-¿CREES QUE CIERTAS ACCIONES (ROBAR, POR EJEMPLO) SON BUENAS O MALAS SEGÚN LAS CIRCUNSTANCIAS? EXPLICA AMPLIAMENTE TU OPINIÓN.
11.-¿QUE ES LO BUENO Y QUE ES LO MALO?
12.-ELIGE UNO DE LOS PERSONAJES Y ENTABLA UNA CONVERSACIÓN CON ÉL.
13.-DIRIGETE AL AUTOR Y PREGUNTALE SOBRE SU INTENCIÓN AL ESCRIBIR ESTE CUENTO.
Mi tío Fred es la única persona que me hace soportable el recuerdo de los años que siguieron a 1945. Volvió de la guerra una tarde de verano, vestido modestamente, trayendo por toda fortuna una lata colgada en el cuello con una cuerda y el peso insignificante de algunas colillas que guardaba cuidadosamente en una cajita. Abrazó a mi madre, nos besó a mi hermana y a mí, murmuró las palabras “pan, sueño, tabaco” y se acurrucó en nuestro sofá. Le recuerdo como un hombre mucho más largo que el sofá familiar, circunstancia ésta que le obligaba a encoger las piernas o a, sencillamente, dejarlas colgar. Ambas posibilidades le daban ocasión de soltar improperios sobre la estirpe de nuestros abuelos, a la que debíamos la adquisición de aquel valioso mueble. ÉL calificaba aquella proba generación de regañona y pícnica, despreciaba su gusto a causa de aquel color de rosa agrio de la tela con que estaba tapizado el sofá, pero ello no le impedía en absoluto echarse en él largas siestas. Yo, por mi parte, ejercía entonces una función ingrata en nuestra intachable familia: tenía a la sazón catorce años y era el único eslabón que unía con aquella memorable institución que llamábamos mercado negro. Mi padre había muerto en la guerra, mi madre cobraba una insignificante pensión, así que mi tarea consistía en vender casi cada día pequeñas partes del patrimonio que habíamos podido salvar o cambiarlas por pan, carbón y tabaco. El carbón era por aquel entonces ocasión de considerables infracciones del concepto de propiedad que hoy calificaríamos severamente de robos. Iba, pues, casi todos los días, a robar o vender, y mi madre, que se daba perfecta cuenta de la necesidad de tan indigno proceder, me miraba cada mañana con lagrimas en los ojos cuando salía a cumplir mis complejas gestiones. Mi misión consistía en convertir una almohada en pan, una taza de porcelana en sémola o tres tomos de Gustav Freytag en cincuenta gramos de café, labor que realizaba con espíritu deportivo, aunque no sin cierta amargura y su poco miedo. Porque los conceptos de valor, así lo llamaba entonces la gente mayor, se habían desplazado considerablemente, y de vez en cuando, sin justificación alguna, concebía la sospecha de que reinaba cierta falta de honradez, ya que el valor que los demás daban a los objetos de cambio no se correspondía en absoluto con el de mi madre. Amarga tarea aquella de servir de intermediario entre dos mundos de valores que luego parecieron irse equilibrando. La llegada de tío Fred despertó en todos nosotros la esperanza de una enérgica ayuda masculina. Pero en seguida nos defraudó. Ya desde el primer día, su apetito me llenó de inquietud, y cuando sin rodeos se la comuniqué a mi madre, ella me pidió que, de momento, “le dejara recuperarse”. Transcurrieron casi ocho semanas antes de que se recuperara. Pese a los improperios por la insuficiencia del sofá, dormía allí la mar de bien, y se pasaba el día dormitando o explicándonos con voz lastimera, cuál era su posición preferida para dormir. Creo que la que entonces prefería era la de un corredor al empezar la carrera. Le gustaba, después de comer, echarse boca arriba con las piernas encogidas, comerse poco a poco un gran pedazo de pan, luego liar un cigarrillo y esperar, durmiendo la siesta, la hora de la cena. Era muy alto y pálido y tenía en la barbilla una cicatriz en forma de corona que daba a su rostro el aspecto de una figura de mármol con un martillazo. Aunque seguían preocupándome su apetito y su sueño, me resultaba simpático. Era el único con el que podía, sin pelearme, exponer teorías sobre el mercado negro. Por lo visto estaba informado del desacuerdo existente entre los dos mundos de valores. Nunca cedió a nuestra insistencia para hacerle hablar de la guerra; aseguraba que no valía la pena. Se limitaba a informarnos, de vez en cuando, del día de su reclutamiento, que por lo visto consistió en parte en que un hombre uniformado ordenara con voz estentórea a tío Fred orinar en un tubo de ensaye, exigencia a la que él no pudo obedecer inmediatamente, lo cual fue causa de que su carrera militar diera comienzo bajo un signo desfavorable. Mi Tío aseguraba que el vivo interés del Reich por su orina le había llenado de desconfianza; y aquella desconfianza le fue en gran parte confirmada por los seis años de guerra. Él era contable, y cuando se hubo pasado las cuatro primeras semanas tendido en nuestro sofá, mi madre le insinuó con fraternal cariño que investigara qué se había hecho de la casa en que trabajaba. Mi tío me traspasó cuidadosamente el encargo, pero todo cuanto pude averiguar fue un montón de ruinas de casi ocho metros de altura que encontré en un barrio destruido, tras una hora de penosa peregrinación. Tío Fred se quedó muy tranquilo al enterarse el resultado de mi gestión. Se echó hacia atrás, lió un cigarrillo, miró a mi madre con aire de triunfo y le pidió que sacara lo que conservaba de él. En un rincón de nuestro dormitorio había una caja cuidadosamente clavada y la abrimos con martillo y tenazas y gran expectación por nuestra parte. De ella salieron: veinte monedas de extensión mediana y calidad no menos mediana, un reloj de oro, polvoriento pero intactos, el diploma de la Cámara de Comercio y una libreta de la caja de ahorros por valor de mil doscientos marcos. La libreta de la caja de ahorros me fue entregada para retirara el dinero, y el resto para cambiarlo, incluido el diploma de la Cámara de Comercio, que por otra parte no encontró cliente, porque el nombre de Tío Fred estaba escrito con tinta china negra. De modo que nos vimos cuatro semanas libres de toda preocupación de pan, tabaco y carbón, circunstancia que encontré muy oportuna, ya que todas las escuelas volvían a abrir sus puertas y a mí se me exigía que completara mi formación. Ahora que ya hace tiempo que mi formación se considera completa, todavía guardo un buen recuerdo de las sopas que entonces nos daban, especialmente porque aquella comida suplementaria que ponía en la enseñanza una alegre nota, se obtenía prácticamente sin lucha. Pero el gran acontecimiento de aquella época fue que tío Fred, al cabo de más de ocho semanas de su agradable regreso, tomó una iniciativa. Una mañana de fines de verano, se levantó del sofá, se afeitó con tanto esmero que nos dejó asombrados, pidió ropa limpia, me dijo que le prestara mi bicicleta y desapareció. Su tardío regreso estuvo acompañado de gran ruido e intenso olor a vino; este último fluía de la boca de mi tío, pero el ruido procedía de media docena de cubos de cinc que había atado con una soga. Nuestro susto calmó un tanto cuando nos enteramos de que había decidido hacer revivir el comercio de flores en nuestra ciudad, seriamente derruida. Mi madre, que se había vuelto muy desconfiada ante el nuevo mundo de los valores, rechazó el proyecto y opinó que las flores no eran artículo de primera necesidad. Pero se equivocó. Una mañana memorable ayudamos a tío Fred a llevar los cubos recién llenos a la parada del tranvía, donde instaló su negocio. Todavía conservo en la memoria la visión de los tulipanes amarillos y rojos, de los claveles húmedos, y nunca olvidaré lo guapo que estaba en medio de las figuras grises y de los montones de derribos cuando se puso a gritar con voz sonora: “¡Flores, flores!”. No necesito decir nada de los progresos de su negocio: fueron rápidos como un meteoro. Al cabo de cuatro semanas ya era propietario de tres docenas de cubos de cinc y director de dos filiales; y un mes más tarde pagaba contribución. Toda la ciudad me parecía cambiada: en muchas esquinas aparecían puestos de flores, no daba abasto a la demanda; cada vez comprábamos más cubos de cinc, instalábamos más puestos, fabricábamos más carritos. Además, no sólo estábamos provistos de flores sino también de pan y carbón, y yo pude abandonar mi oficio de proveedor, cosa que contribuyó enormemente a mi fortalecimiento moral. Tío Fred ya hace tiempo que está establecido; sus filiales siguen florecientes, tiene coche y está previsto que yo lo herede. Me ha encargado que estudie economía para poder hacerme cargo de la parte tributaria del negocio ya antes de entrar en posesión de la herencia. Hoy, cuando veo a ese hombre corpulento sentado al volante de su coche esmaltado de rojo, me parece extraño que hubiera verdaderamente una época en mi vida en su apetito me tenía en vela noches enteras.
Autor: Heinrich Boll.
INSTRUCCIONES: COMENTA CON TUS COMPAÑEROS Y MAESTRO EL CUENTO QUE ACABAS DE LEER. ASIMISMO COPIA EN TU LIBRETA EL SIGUIENTE CUESTIONARIO Y RESPONDE LO QUE SE TE PIDE.
1.-¿COMO TE IMAGINAS LA VIDA DE UN NIÑO DURANTE LA GUERRA?
2.-¿QUE EMOCIONES DESPERTÓ EN TI ESTE CUENTO?
3.-¿COMPRENDES BIEN LO QUE ES EL MERCADO NEGRO?
4.-¿COMO ERA LA ALEMANIA DE ESA ÉPOCA?, ¿Y AHORA?, ¿COMO LA VES?
5.-¿PIENSAS QUE LAS FLORES NOS TRANSMITEN SENSACIONES?, ¿CUALES?
6.-¿POR QUE CREES QUE TUVO TANTO ÉXITO LA IDEA DEL TÍO?
7.-¿CUAL ES EL MENSAJE QUE TRANSMITIERON ESAS FLORES?
8.-PARA TI, ¿CUAL ES LA RAZÓN DEL ÉXITO DEL NEGOCIO?
9.-¿QUE REPRESENTAN LAS FLORES EN EL CUENTO?
10.-¿CREES QUE CIERTAS ACCIONES (ROBAR, POR EJEMPLO) SON BUENAS O MALAS SEGÚN LAS CIRCUNSTANCIAS? EXPLICA AMPLIAMENTE TU OPINIÓN.
11.-¿QUE ES LO BUENO Y QUE ES LO MALO?
12.-ELIGE UNO DE LOS PERSONAJES Y ENTABLA UNA CONVERSACIÓN CON ÉL.
13.-DIRIGETE AL AUTOR Y PREGUNTALE SOBRE SU INTENCIÓN AL ESCRIBIR ESTE CUENTO.
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